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Cada jueves algo se cuece en el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Activistas, vecinos y ciudadanos de a pie se reúnen en la cocina del MACBA para compartir, entre fogones y ollas, conocimientos y experiencias en torno a la cocina. Nacida hace seis años, ‘la cuina del MACBA’ está muy ligada a la agroecología, un movimiento social, una ciencia y una forma de consumir y producir que tiene en cuenta los límites de este planeta.
Dirigida por Marina Monsonís, con el apoyo de producción de Yolanda Nicolás, esta cocina “hackea” deseos alimentarios populares, como la insaciable lujuria por el aguacate, y los convierte en alternativas sostenibles y apetitosas. Si bien la cocina es un espacio cotidiano donde suceden cosas aparentemente sin importancia, ‘la cuina del MACBA’ crea arquetipos alimentarios que consideran el fin de las energías fósiles, el agotamiento de los recursos, el cambio climático, la soberanía alimentaria y nuestra salud.
Conocí a Monsonís hace dos semanas durante el URBANBATfest en Bilbao. Más que un festival, URBANBATfest es un laboratorio de investigación, aprendizaje, experimentación y creación colectiva que promueve procesos de innovación urbana. Monsonís es artista, activista por la justicia social, escritora, que habla abiertamente de su dislexia, hija de un estibador y nieta de cinco generaciones de pescadores en peligro de extinción en el barrio de la Barceloneta.
En el cuarto día del festival, Monsonís le dice al público que trabaja desde 2004 en las artes, la política, la alimentación y el ecologismo, siempre con una perspectiva de justicia social. Como nos muestra en su nuevo libro La Cocina Situada, vigorosamente honesto e ilustrado por Carla Boserman, podemos comprender fácilmente la complejidad del sistema alimentario actual, e incluso desafiarlo inconscientemente, repasando viejas recetas, herramientas y tradiciones culinarias. “No hay ciencia ni material académico, aunque hay activistas científicos como antropólogos alimentarios, agroecólogos y periodistas con perspectiva de género, que colaboran con sus conocimientos en el libro”, explica Monsonís.
El libro contiene principalmente conocimientos populares de nuestras abuelas, pescadores, pastores, comedores comunitarios y diferentes colectivos activistas antirracistas que luchan por la justicia social y climática. “Creo que deberíamos prestar mucha más atención al conocimiento popular en la policrisis que estamos viviendo, porque podemos encontrar formas muy básicas de resiliencia”, afirma sonriente.
La gente sonríe durante la presentación de su libro cuando se enteran de que cualquier mujer puede hacer yogur a partir de una “bifidobacterium bifidum” de su flora vaginal. O cuando explica que la salsa chimichurri – que sirve para condimentar cualquier comida – es una mezcla a base de aceite de oliva, restos de cebollas y otros restos a punto de caducar.
Cinco días después del festival Monsonís me cuenta por Zoom que la agroecología es un enfoque holístico muy vinculado a la ciudad. “Cuando hablamos de activismo agroecológico, la gente piensa que no tiene nada que ver con el medio ambiente urbano, pero en realidad es todo lo contrario. La ciudad lo es todo porque influye en todo el sistema alimentario. Es preocupante que intentemos separarlos.” Y añade: “Sin embargo, las ciudades viven de las tierras fértiles y del mar. La ciudad sin tierras de cultivo no sobrevive”.
Abastecer de alimentos a las ciudades implica un esfuerzo de proporciones colosales. Este esfuerzo es la mayor causa de destrucción ambiental en el mundo. “Sin embargo, en Occidente muy pocos de nosotros somos plenamente conscientes de este proceso”, afirma Gorka Rodríguez Olea, director de URBANBATfest. “La comida llega a nuestros platos aparentemente por arte de magia, y rara vez nos detenemos a considerar cómo llegó hasta nosotros”.
Ingredientes
Existe una resistencia a admitir la inquietante verdad de las ciudades: comer en cualquier momento y en cualquier lugar ha creado una dependencia global con una huella de carbono que supone alrededor del 30% de las emisiones globales totales de carbono (si incluimos la agricultura, la ganadería y la energía). URBANBATfest proporciona datos adicionales sobre este gigante que es el suministro de alimentos. En el Reino Unido, los alimentos viajan anualmente 30.000 millones de kilómetros antes de llegar al plato (lo que equivale a dar la vuelta al planeta 750.000 veces). La deforestación en Brasil para cultivar alimentos significa talar anualmente dos veces la superficie del País Vasco. Por no hablar de la pérdida de biodiversidad por el uso de pesticidas.
Y la lista continúa. El sector primario, la producción de alimentos, utiliza el 70% del agua potable del mundo. Eurostat estima que alrededor del 10% de los alimentos puestos a disposición de los consumidores de la UE (en el comercio minorista, los servicios alimentarios y los hogares) se desperdicia.
“La agricultura es el tema del que menos estamos dispuestos a hablar. Criticamos la expansión urbana, pero la agricultura se extiende por una superficie treinta veces mayor”, escribe George Monbiot en su libro Regenesis. Mención especial merece que la edición de este año de URBANBATfest haya arriesgado la participación al evento para hablar de este tema y crear un espacio de reflexión sobre cómo, la forma en que las ciudades alimentan a sus habitantes, ha moldeado su propio diseño y desarrollo. Y esto, precisamente en la ciudad de Bilbao, donde la gastronomía y la excelencia en las prácticas culinarias están en el corazón de una región, donde, a excepción de Kioto en Japón, existe la mayor concentración de restaurantes con estrellas Michelin por kilómetro cuadrado.
“El componente culinario fue un detonante evidente del festival”, afirma Rodríguez Olea. “Pero el festival se ha inspirado verdaderamente en dos libros de la arquitecta e investigadora Carolyn Steel”. En su libro Hungry Cities, sostiene que las ciudades originalmente se asentaron en tierras fértiles: ‘al igual que las personas, las ciudades son lo que comen’. “Una afirmación simple y al mismo tiempo profunda que implica asumir hasta qué punto el desarrollo de las ciudades es inseparable de la forma en que nosotros, sus habitantes, nos alimentamos”, dice Rodríguez Olea. En el segundo libro de Carlyn Steel, Sitopia, la comida ocupa un lugar central, desde nuestras normas culturales hasta la interconectividad con las economías locales, la geopolítica global y la ecología, y pregunta qué podemos hacer con este conocimiento para llevar una vida mejor.
A partir de la asombrosa composición del conocimiento colectivo en ‘la cuina del MACBA’, Monsonís revela cómo su revisión de las tradiciones podría crear respuestas diversas y territorializadas a la crisis, siempre entendiendo qué es lo que se adapta tácticamente a cada contexto y qué es lo que se resiste a los cambios. “En definitiva, aprovechamos la sabiduría que hay en lo más profundo de cada receta”, afirma Monsonís. Tanto en la pesca como en otras cuestiones de alimentación, considera que las figuras visibles de la cocina “han impulsado una cocina desvinculada de los territorios”.
Reuniendo los utensilios
“Soy consciente de que mi voz es una gota en el océano de un sistema alimentario fallido, sin embargo, el microactivismo y el conocimiento tienen el poder de cambiar las cosas desde abajo, aunque también necesitamos que vayan de la mano de cambios sistémicos”, explica Monsonís. “Cuando creamos tensión se abren grietas que generan creatividad y encontramos alternativas que nos permitan imaginar otro futuro posible”. El MACBA, en su rol de museo de arte, ha puesto la creatividad al servicio de transformar algunas dinámicas de la actual crisis ecosocial, puede “actuar como altavoz, es un espacio de validación táctica y estratégica que legitima nuestro trabajo para producir cambios”.
“Pero también es una situación tensa trabajar en el museo porque representa mucha violencia en el barrio. Ha sido un símbolo de la gentrificación. Ciertamente, el derecho a la ciudad y a un sistema alimentario saludable y sostenible debería ser para todos y deberían ir de la mano. La cocina del museo trabaja en esta dirección, en la medida de lo que puede, por el beneficio de todos los vecinos”.
Le digo a Monsonís que con todo lo que ha sucedido en la COP28, es fácil que la gente olvide que el activismo cotidiano ocurre en todo el mundo. Ella se reúne periódicamente con personas que están trabajando en iniciativas en las que ella participa; desde comedores comunitarios y talleres de cocina en LaFundició; pasando por cooperativas de consumidores de agroecología como Kerasbuti, que están liberando terrenos alrededor del aeropuerto para cultivar hortalizas en las afueras de Barcelona; a los menús pioneros basados en agroecología en los colegios de Barcelona. Esta última iniciativa cambia la forma en que comen los niños y, por ser en las escuelas públicas, supone una forma inclusiva de promover alimentos saludables y al mismo tiempo apoyar la agricultura local.
También está Eixarcolant, un proyecto popular con más de 26 mil seguidores en Instagram que libra su batalla frente al actual sistema alimentario difundiendo información sobre “especies de plantas olvidadas” que pueden usarse como alimento, y que no forman parte del conocimiento general.
“Es algo muy desconocido pero a la vez muy cercano a todos nosotros, incluso dentro de la ciudad”, me cuenta Marc Talavera, uno de sus fundadores, cuando le pregunto por qué cree que Eixarcolant es tan popular. Estas plantas son, en lenguaje científico, ‘neglected and underutilized crops’ y pueden ser de dos tipos: plantas silvestres comestibles, crecen solas y nadie las ha seleccionado. Y las que los agricultores locales han seleccionado año tras año durante siglos (no accesibles a las grandes empresas de semillas como Monsanto). Todas ellas son patrimonio cultural del territorio, no comercializadas ni estudiadas como parte de la agricultura convencional. “Todos podemos utilizarlas y nadie puede apropiarse de ellas”, afirma Talavera, quien cree que su potencial de estudio puede jugar un papel importante a la hora de cambiar el sistema alimentario actual.
Le pregunto a Monsonís qué piensa sobre la capacidad de las ciudades para ser, al menos parcialmente, autosuficientes en la producción de alimentos en su entorno. Para ello me refiero a un estudio de investigación llamado AgroHiria sobre Barrios Productivos de la Escuela de Arquitectura EHU/UPV de San Sebastián y presentado durante el URBANBATfest por Iñigo García, María Romeo, Ibon Salaberria y Jon Muniategiandikoetxea Markiegi.
En la primera etapa del estudio sobre ‘Alimentar la ciudad’ llegan a la conclusión de que no siempre es posible (o práctico) producir localmente todos los alimentos necesarios (carnes, queso, verduras, frutas, especias), incluso si una ciudad tiene una superficie extensa de tierras de cultivo fértiles. Por ejemplo, en el País Vasco, las pequeñas estructuras agrícolas llamadas caseríos producen casi sin excedentes y siempre han estado en riesgo de sufrir precariedad alimentaria.
Creen que las ciudades necesitan encontrar un camino intermedio entre el actual sistema alimentario descentralizado y la agricultura de Km Cero, un concepto que supone que los alimentos provienen del mismo lugar donde se cocinan y comen, o como mucho provienen de un radio de 100 kilómetros de distancia. “Están surgiendo cooperativas agrícolas colectivas, pero son una minoría. Creemos que promueven una nueva agricultura pero no llegan lo suficiente a los consumidores y no aportan mucho para cambiar el sistema alimentario”, afirma Muniategiandikoetxea Markiegi. Su investigación apunta a soluciones como las “granjas verticales” u otros sistemas productivos urbanos que permitan a las ciudades ser más sostenibles en su suministro de alimentos.
“No soy muy tecnopositivista, aunque tampoco rechazo las nuevas tecnologías per se”, afirma Monsonís. “Pero hay terribles ejemplos de tecnocolonialismo y la tecnología puede ser muy extractivista. A menudo, las soluciones tradicionales o menos tecnológicas requieren menos energía y pueden ser muy eficientes. Yo estoy más centrada en estrategias de decrecimiento, políticas territorializadas, cambios de hábitos y en la voluntad del sistema político de hacer cambios de escala”.
“Desde el punto de vista agroecológico, si pudiéramos comer frutas y verduras de kilómetro cero y de temporada en lugar de alimentos fuera de temporada que vienen de muy lejos, estaríamos transformando radicalmente nuestros sistemas alimentarios. Por ejemplo, no podemos comer lechuga todos los días. En términos de proximidad, no hay que producir todo a kilómetro cero, pero sí encontrar una escala razonable”. Una respuesta a eso en España es “La Red de Municipios por la Agroecología”, una red de técnicos y funcionarios municipales, movimientos sociales y productores de entidades adheridas, que trabajan por la implementación de políticas locales innovadoras para un modelo agroalimentario productivo y sostenible que contribuya a satisfacer, localmente, la demanda de alimentos orgánicos y un consumo saludable, una alimentación justa y sostenible por parte de sus poblaciones, en un contexto de soberanía y seguridad alimentaria.
Tiempo de preparación y cocción
Durante el festival en Bilbao recorremos la ciudad de la mano del conocido arquitecto Patxi García de la Torre. Exploramos la arquitectura y la infraestructura alimentaria que trazan el desarrollo histórico de la ciudad. Antiguas panaderías públicas, molinos, conducciones de agua, alhóndigas (almacenes de cereal, vino,…), mercados de abastos, mataderos, fábricas de dulces, residencias de pescadores, calles dedicadas al comercio de alimentos. Pero la mayoría de estos edificios han sido reutilizados o han desaparecido. En cambio, nuevos espacios como las dark kitchens que ocupan lugares centrales de la ciudad para la producción de comida rápida, la proliferación de empresas de comida a domicilio y establecimientos de franquicias transnacionales de comida rápida son algunos de los síntomas del actual sistema alimentario.
Monsonís creció en el barrio de pescadores de la Barceloneta, durante su transformación para la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Lamenta que la nueva arquitectura urbana no haya logrado reconectar emocionalmente a sus residentes con el mar. Todo el conocimiento sobre la cultura pesquera local se compartía en áreas comunes que fueron demolidas. Hoy en día, las granjas de engorde de atún rojo del Mediterráneo y su logística de distribución del atún por todo el mundo han contribuido a la desconexión entre lo que comemos del mar y cómo vivimos junto al mar. “Pequeñas iniciativas como La Platjeta entregan cestas de pescado local a clientes que quieren apoyar la pesca local en Barcelona”, afirma Monsonís.
Ella se ha dedicado a explorar alternativas sostenibles para comer del mar, incentiva la compra de ‘especies de peces olvidadas’ con el tamaño legal adecuado y estudia los efectos del extractivismo de la pesca industrial sobre la pesca artesanal, los ecosistemas marinos y las consecuencias sobre la vida humana en las diferentes costas. Precisamente en su barrio de la Barceloneta, estos efectos se hacen realmente visibles cada día ya que muchos de los inmigrantes que venden en las calles son antiguos pescadores de Senegal. Han llegado a Barcelona en busca de mejores oportunidades después de que la pesca industrial en sus aguas borrara su única forma de subsistencia.
Monsonís también aprende de su cultura pesquera interactuando con inmigrantes en comedores comunitarios. Su interés por aprender del mar comenzó hace más de diecisiete años, después de que la invitaran a una intervención de arte callejero en un barrio marginado de Baltimore en Estados Unidos, una ciudad cuyo puerto sirvió de modelo para Barcelona, me cuenta. Monsonís pudo hablar con personas que viven en los llamados “desiertos alimentarios” sin acceso a alimentos frescos y saludables. “Inventaron recetas que cocinaban sus antepasados, pero su memoria culinaria casi se perdió debido a la expansión de un sistema alimentario agresivo”.
Información nutricional
En agroecología, dice Monsonís, se habla mucho de salto de escala. Hay hábitos alimentarios que se pueden cambiar en casa, sin embargo hay muchas asimetrías que hay que tener en cuenta. No todo el mundo puede darse el lujo de comer orgánico y agroecológico, distinción que aclara Monsonís: “Puede que algo sea orgánico pero viene de Brasil”. Para que la agroecología sea inclusiva a mayor escala se debe ejercer presión política, afirma.
“Estamos divididos entre el todo y el nada, sin embargo insisto en que podemos hacer cambios significativos, aunque sean pequeños, para no paralizar nuestra influencia. Por ejemplo, los huertos urbanos pueden no ser la respuesta para suministrar suficiente comida a las ciudades; son más bien lugares de socialización, de comprensión, pero activan la conciencia y conectan a las personas con el ciclo alimentario. Estamos dañando el planeta, pero al mismo tiempo tenemos agencia y capacidad para cambiar las cosas desde lo poco, buscando aliados en las instituciones”.
Hace dos semanas, la ONU fijó ciertos objetivos dentro de la COP28, incluida la reducción de las emisiones de metano del ganado en un 25%, la reducción a la mitad del desperdicio de alimentos y la gestión sostenible de la pesca para 2030. Sin embargo, esta hoja de ruta se centra más en combatir el hambre global construyendo sobre el actual sistema alimentario. “Hemos arado, cercado y pastoreado grandes extensiones del planeta, talado bosques, matado vida silvestre y envenenado ríos y océanos para alimentarnos. Sin embargo, millones todavía pasan hambre”, escribe George Monbiot en Regenesis.
Mientras impulsamos propuestas más radicales para abordar el sistema alimentario actual, es muy importante, a juicio de Monsonís, seguir construyendo huertos urbanos, recuperando tierras perdidas, reconociendo plantas y peces olvidados, apostando por cultivos agroecológicos, apoyando la pesca tradicional, eliminando la carne industrial, apoyando a los pastores, escuchando a los activistas veganos, y entender que este es un viaje difícil. “Para crear una transición viable hacia mejores sistemas alimentarios, debemos escuchar y comprender de manera significativa las necesidades de las personas que producen nuestros alimentos y estar de su lado para garantizar condiciones de trabajo justas”.
“Al repensar cómo nos alimentamos en las ciudades, podemos crear nuevos imaginarios de cómo queremos vivir juntos en el futuro en este momento de policrisis”, dice Rodríguez Olea en la clausura de URBANBATfest. “La ciudad es inseparable de la comida. Necesitamos generar nuevas narrativas y proyectos que transmitan toda esta complejidad”.
Al despedirnos Monsonís me cuenta que está ampliando el concepto de ‘la cuina del MACBA’ a Berlín y Utrecht. Al final, todas estas iniciativas, así como cambios en los hábitos alimentarios, puede ejercer más influencia de la que pensamos para transformar nuestro sistema alimentario y ayudarnos a hacer las paces con el planeta.